Me quedé helada después de lo que Sarah me había dicho. Sus palabras seguían resonando en mi cabeza como un eco imposible de silenciar: “Matías me dijo que te iba a terminar lentamente”. Quería gritarle que era mentira, que no podía ser, pero mi voz se había ahogado antes de salir. Me limité a sonreír forzadamente, como si no me hubiese desgarrado por dentro, y busqué una excusa para marcharme.
Esa noche dormí poco. Mis pensamientos me apretaban el pecho como una serpiente que se enrosca sin piedad. Lo mirara por donde lo mirara, había algo inquietante en la manera en que Sarah había formulado su confesión. Con calma, con certeza, con esa suavidad venenosa que hacía parecer cada palabra un gesto de compasión, cuando en realidad era un cuchillo frío que me atravesaba.
Y sin embargo, al día siguiente, ahí estaba Matías. Llegó temprano, con una sonrisa ligera en el rostro y un ramo pequeño de lirios blancos, mis flores favoritas. El simple gesto debería haberme desarmado por completo