La noche anterior no había dormido bien. Apenas concilié unas horas de sueño, entrecortadas, con pesadillas que no recordaba del todo pero que me dejaban el cuerpo tenso y un peso en el pecho. Cuando abrí los ojos, la luz suave del amanecer se filtraba por las cortinas de mi habitación, bañando de tonos dorados la alfombra y los muebles, como si todo estuviera tranquilo. Pero dentro de mí, nada lo estaba.
La palabra seguía resonando, clavada en mi mente como un eco imposible de silenciar: embarazada.Había despertado varias veces en la madrugada, llevándome instintivamente las manos al vientre plano, preguntándome si de verdad era posible que ahí, dentro de mí, estuviera creciendo algo. Alguien. Una vida. El hijo de Matías.El nombre me estremecía. Matías. Era inevitable que, junto con él, vinieran las imágenes que más había intentado enterrar en mi memoria. Su mirada fría, el desprecio en sus palabras, la manera en que me reducía con silencios cargados de juicio. Y, sob