La idea de estar embarazada se había instalado en mi cabeza como un murmullo constante, imposible de callar. Cada vez que cerraba los ojos, lo escuchaba. Cada vez que mi cuerpo me mandaba señales extrañas —el mareo repentino, el cansancio que me doblaba, la sensibilidad que me hacía llorar por cualquier cosa—, el murmullo se volvía un grito.
Pero la certeza me daba miedo. Me paralizaba la idea de confirmarlo. Y sobre todo, me aterraba la soledad de enfrentarme a esa verdad.Pensé en quién podría acompañarme. Santiago apareció en mi mente por un instante, pero lo descarté enseguida: él tenía a una chica con la que salía, y sería cruel ponerlo en medio de algo tan íntimo. Entonces pensé en Ana. Ella había estado ahí cuando nadie más. Su ternura, su manera de escuchar sin juzgar… era justo lo que necesitaba.Me armé de valor y fui al refugio. El aire olía a jabón y a pan recién hecho, mezclado con ese perfume indefinible de perros y gatos, un aroma que, curiosamente, se sen