Desperté con un cansancio profundo, no de sueño, sino del cuerpo entero. La clase de pintura de ayer me había removido más de lo que imaginé. La manzana solitaria en mi lienzo seguía frente a mí, y con ella, un recuerdo, un hueco que nunca se había llenado: mis padres.
Mientras tomaba un poco de agua, mi mente viajaba hacia ellos. Recordé los días en que me cuidaban a medias, las llamadas que nunca llegaban, los viajes interminables por trabajo que dejaban a Rosa y a Javier como únicos sostén. Me sorprendía lo mucho que habían dependido de mí para todo, y lo poco que habían estado para sostenerme a mí. Por primera vez, la ausencia de su amor no era solo un dato, era una sensación que me oprimía, que me dolía en la boca del estómago. Tomé el teléfono y lo miré un largo rato. Sabía que podía marcar, que podía decir lo que había guardado por años, pero también sabía que iba a doler. Mis dedos temblaban sobre la pantalla, pero un impulso me empujó a tomar la decisión. Respiré