La incomodidad en mi estómago seguía ahí, persistente, como una sombra que se negaba a apartarse. Intentaba sonreír, disimular frente a Santiago, pero por dentro sentía cómo una punzada me recorría el abdomen.
Él, atento como siempre, no tardó en notarlo.—¿De verdad estás bien? —preguntó con el ceño ligeramente fruncido.Me obligué a asentir, fingiendo tranquilidad.—Sí, sí, debe ser la comida… nada más.Santiago dejó su tenedor y me miró con esa mezcla de seriedad y ternura que lo caracterizaba. Luego se inclinó un poco hacia adelante y habló en voz baja:—¿Quieres que salgamos a caminar? El aire fresco te puede ayudar.Su propuesta me pareció razonable. En el fondo agradecí que no insistiera en quedarnos sentados a terminar la comida, porque solo el olor del plato frente a mí me revolvía aún más el estómago.—Sí, mejor vamos a caminar un rato —respondí con una media sonrisa.Salimos del restaurante y una brisa suave nos recibió en la calle. Era