Ernesto retrocedió tambaleándose.
En el fondo ya sospechaba que Teodora había destruido las fotos, pero se negaba a admitirlo. Jamás imaginó que las quemaría.
¿De veras no le quedaba ni una pizca de nostalgia por aquellos años felices?
El tormento mental de los últimos minutos le pareció un siglo. Cada llamada, cada pregunta, solo buscaba una rendija de esperanza: la prueba de que Teodora aún guardaba algo para él.
La realidad fue implacable.
Se negó a rendirse. Registró toda la mansión con la ilusión de hallar cualquier objeto ligado a ella.
Nada.
La ropa: vendida o tirada.
Los muebles elegidos en pareja: revendidos.
Todo rastro: extinto.
Entonces recordó el diario. Bajó las escaleras de dos en dos hasta el cubo de basura; estaba vacío.
Llamó de nuevo al personal de limpieza.
—El cuaderno… lo vi cuando saqué la basura. Quizá siga en el centro de acopio, pero a esta hora el camión ya debió llevársela —dijo la última empleada.
Ernesto voló hasta el módulo de residuos del fraccionamiento