El taxi se detuvo frente a la pequeña casa de madera azul. Cassandra pagó al conductor y permaneció inmóvil en el asiento trasero, contemplando a través de la ventanilla aquella estructura que parecía sacada de un sueño lejano. Las cortinas blancas seguían allí, ondeando suavemente con la brisa que entraba por las ventanas entreabiertas.
—¿Va a bajar, señora? —preguntó el taxista, mirándola por el retrovisor.
Cassandra asintió, aunque su cuerpo no respondía. Finalmente, tomó aire y salió del vehículo. El taxi se alejó, dejándola sola frente a la casa donde había construido y perdido todo.
La llave seguía escondida bajo la maceta de geranios, como si el tiempo no hubiera pasado. Diez años y nadie había cambiado ese detalle. Cassandra la tomó con dedos temblorosos. El metal frío contra su piel le provocó un escalofrío que recorrió su columna vertebral.
Al abrir la puerta, el aroma a madera y lavanda la golpeó como una ola de recuerdos. Cerró los ojos un instante, permitiéndose sentir el