“—A menos que… aceptes la oferta”.
Las palabras de Carlos resonaron en la mente de Ariadna con un eco tormentoso y ensordecedor.
Ariadna hubiese querido poder detenerse en ese momento a llorar de frustración al haber sido tan tonta de confiar en el desgraciado de su tío Carlos para firmar ese maldito contrato que la había llevado a esa situación, pero el destello de luz que se reflejó en el filo de la navaja que Elias sacó de su bolsillo le dejó paralizada y sin tiempo para reaccionar.
La poderosa mano de Elias aún le sujetaba la muñeca como un ancla que le detenía. Correr no era una opción.
— No —Con una voz temblorosa fue lo único que alcanzó a decir Ariadna por un reflejo de supervivencia.
Elias acercó el cuchillo a la piel de la botánica. El anverso de su muñeca desnuda exhibía a simple vista un manojo de venas con una tonalidad violácea que resaltaban al contraste con su piel pálida. El movimiento de manos del Alfa fue rápido, pero se detuvo cuando el metal apenas alcanzó a rozarle con el filo.
Aterrada por la expectación, en ese momento ella logró verlo en sus ojos. De su rostro había desaparecido la dureza que siempre le gobernaba y ahora en cambio se le veía dudar.
El frio contacto del acero estremeció a la heredera del linaje Vega de una manera que se dejó sentir hasta sus tuétanos. Solo era una navaja cualquiera, pero era la mano de Elias Thorne quien la portaba, nada podía ser más devastador para Ariadna.
El Alfa le apretó con mucha más fuerza como para tratar de obligarse a aquello que pretendía, pero el sonido estremecedor del monitor cardiaco destrozó la cruda tensión del momento.
De repente, el cuerpo del joven Kael se tensó una última vez, un espasmo violento que le arqueó la espalda. Un último y ahogado gemido escapó de sus labios llenando la habitación de un escalofrió que arropó a los presentes en una densa niebla de pesar. Luego, quedó inmóvil.
El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. El hombre estaba muerto.
Elias se quedó rígido, su puño cerrado apretando la navaja que no cumplió su cometido, la impotencia grabada en cada línea de su rostro. Lyra, un poco más alejada de la escena, lo observó con una mezcla de lástima y reproche.
Pero los ojos de Ariadna estaban fijos en Elias. La mirada de desesperación de Lyra, la promesa a su madre, la traición de Carlos, el grito del hombre moribundo, todo eso pasaba a un segundo plano en comparación a la intención del hombre que había asegurado “tener derecho” sobre ella.
Nadie dijo nada.
Elias fiel a su exagerada impasividad, soltó la mano de Ariadna y guardo la navaja de vuelta en su bolsillo. Solo las venas de su cuello, hinchadas al extremo, delataban la tensión que le invadía.
—Hagan lo que corresponde —ordenó a los dos sujetos que asistieron a aquella escena desde el otro lado de la camilla donde reposaba el ahora difunto— Y a usted… señorita Vega, la espero esta noche en mi despacho.
Y así, sin decir una sola palabra más, Elias se dio la vuelta y salió de la habitación.
Lyra, se quedó un poco más, hasta estar completamente segura de que Elias no pudiera escucharle, entonces se acercó hasta quedar muy cerca del oído de Ariadna y con apenas un hilo de voz le dijo.
—Bien hecho brujita… por tu culpa el hijo del mejor amigo de Elias está muerto.
Ariadna sintió el golpe de esas palabras que retumbaron en sus oídos aun después de que Lyra saliera de la habitación.
La garganta se le secó y sus piernas temblaban a más no poder, al punto de que cuando uno de los sujetos le pidió que abandonase la habitación, Ariadna tardó más de la cuenta en poder caminar.
La puerta se cerró y Ariadna solo podía pensar en el cadáver que ahí reposaba y en las dudas que las palabras de Elias y su errático accionar ahora habían depositado en su mente.
¿Elias la había traído solo para esto? ¿Para usarla, para drenar su poder o su sangre, sin importar el riesgo para ella? La forma en que la había arrastrado hacia la cama, la expresión en sus ojos. Fue un momento de cruda revelación.
El magnetismo entre ellos seguía allí, innegable, ardiente, casi palpable. Pero ahora, se mezclaba con una punzada de traición. Ella había confiado en él para salvar a su madre. ¿Podría confiar en él para salvarse a sí misma? El juego no era solo sobre su don o la fortuna de su empresa. Era sobre su vida. Y Elias Thorne, el Alfa imponente y seductor, acababa de demostrar que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario, sin importar el costo para ella.
—No fue mi culpa, no fue mi culpa, no fue mi culpa —Ariadna se lo repitió tres veces antes de echarse a correr.
Su intención era obvia: Recoger sus cosas y salir de ahí cuanto antes. No pensaba pasar ni un segundo más en la casa de un maniático que se creía con algún tipo de derecho sobre ella, como si ella fuese un simple objeto que se puede adquirir por una suma de dinero.
Ariadna entró a su habitación y sin perder tiempo comenzó a empacar. Solo se llevaría lo necesario, pero cuando se disponía a guardar lo que tenía sobre la mesita de noche vio el portarretratos con la foto que se tomaron ella y su madre en la exposición internacional de botánica en el museo de historia nacional de Londres.
—¡Mierda, Mamá, lo había olvidado!
Con todo lo sucedido había olvidado la llamada de su tía, por lo que rápidamente sacó el teléfono de su bolsillo para tratar de llamarla, pero se dio cuenta de que tenía un mensaje de voz.
Se dejó caer en la cama mientras lo reproducía:
—Ariadna cariño sé que debes estar muy ocupada en tu trabajo. Solo quería pedirte que le dieras las gracias en mi nombre a tu misteriosos benefactor… sin duda alguna debe ser un sujeto de un gran corazón… todo esto que está haciendo por tu madre es tan-tan… ¡Guao! Asombroso quiero decir, tu madre está mejorando muchísimo más que durante los últimos seis meses… pero ya no te quito más tiempo cariño. Te llamare luego.
El audio culminó.
Ariadna olvidó la idea de devolverle la llamada. No sabía que decir, no ahora que había descubierto que el patán estúpido que se creía su dueño estaba salvando la vida de su madre.
Ahora solo quería dormir.