Era demasiado temprano cuando Carmen se despertó. Con los ojos legañosos, corrió al baño. Las náuseas la estaban matando. No estaba segura de si era por la cena de la noche anterior o simplemente por el embarazo.
Carmen se miró en el espejo. Pálida: esa era la única palabra para describir su aspecto en ese momento.
«¿Qué me pasa? ¿Soy alérgica a la cena de anoche? ¿O es solo el embarazo?».
Otra oleada de náuseas la invadió. Se quedó encorvada sobre el lavabo durante unos quince minutos.
Cuando las náuseas finalmente pasaron, Carmen regresó a su habitación. De repente, sintió mucha hambre. Mientras bajaba las escaleras, encontró a Verella en la cocina, todavía con el delantal puesto.
—¿Tienes hambre, Carmen? —preguntó Verella.
—Te prepararé algo. Ven, siéntate. Verella estaba siendo inusualmente amable.
Carmen se sentó a la mesa.
—¿Tienes náuseas? ¿Te tomaste la medicina que te recetó el doctor?
—Sí, tomé las vitaminas y bebí la leche...
—Bien. Cuídate. No quiero