Berlín, Alemania
Emilia
El auto se detiene unas calles antes de la casa de mi padre. El conductor ni siquiera me mira cuando me abre la puerta, y por un segundo, deseo que diga algo, cualquier cosa… algo que me haga sentir que no soy una completa basura. Pero no lo hace. No lo espero tampoco. Bajo con torpeza, abrazando mi bolso contra el pecho como si en él pudiera proteger lo poco que me queda.
Camino el resto del trayecto en automático, mis pies avanzan sin que se los ordene, mis pasos suenan sordos contra el asfalto. El cielo está gris, pesado, como si también fuera a llorar en cualquier momento. ¡Qué irónico sería que empezara a llover justo ahora! Me detengo frente al portón de la mansión de mi infancia y mis manos tiemblan al pulsar el timbre. No porque espere una bienvenida —sé que no la habrá— sino porque odio el peso de cada paso que me ha traído hasta aquí.
Los hombres de seguridad me observan con una mezcla de sorpresa, burla y algo más… algo que me revuelve el estómago. ¿