El rugido del Ferrari retumbaba como un animal desbocado por las calles de Las Vegas. El volante temblaba bajo sus manos y Margaret, con el corazón apretado en la garganta, apenas lograba mantener la vista fija en el camino sin dejar de mirar por el retrovisor. El sol ya se alzaba en el horizonte y la ciudad, medio despierta, se llenaba de luces rojas de semáforos, autobuses madrugadores y un murmullo de motores.
—¡Maldición! —jadeó, apretando más el acelerador con los pies descalzos y heridos cuando, al mirar por el retrovisor, vio varias camionetas negras acercándose como bestias hambrientas—. No voy a volver, Dante… no voy a volver.
Las lágrimas nublaban sus ojos, pero no podía permitirse perder la concentración. Giró bruscamente hacia una avenida lateral, esquivando por centímetros a un taxi. El claxon la siguió, pero ella s