Marco caminaba de un lado a otro dentro del pequeño apartamento de seguridad. Llevaba horas sin dormir, mordiéndose las uñas, con la pistola sobre la mesa.
—Vamos, Margaret… —murmuraba—. Dime que lo lograste, dime que estás viva.
Un ruido en la cerradura lo hizo girar de golpe, apuntando con el arma.
La puerta se abrió lentamente.
Allí estaba ella. Descarza.
Marco sintió que el alma regresaba a su cuerpo y, al mismo tiempo, que el corazón se le rompía en pedazos.
Margaret se apoyaba en el marco, tambaleante. Llevaba el uniforme de trabajo arrugado, sin zapatos, el cabello enmarañado y húmedo de sudor. Sus brazos mostraban las marcas de las esposas y de la intravenosa; había cortes recientes en su piel, producto del vidrio con el que había roto la ventana para escapar.
—Dios… —susurró Marco, bajando el arma de golpe y corriendo hacia ella—. ¡Margaret!
Ella apenas sonrió, cansada, y cayó contra su pecho.
—Lo logré… —murmuró, con la voz rasgada—. Estoy aquí.
Marco la sostuvo con fuerza,