Damián Feldman
Bajé las escaleras como si el suelo ardiera debajo de mis pies. Sentía las sienes a punto de estallar y llevaba los puños cerrados, tratando de contener todo lo que me quemaba por dentro. No podía sacarme esa imagen de la cabeza. El imbécil de Armando encima de ella. De Amelie. Ella no se estaba defendiendo, es que ni siquiera pudo disimular. ¡Se besaban como si fueran los más grandes amantes!
La puerta del despacho de mi padre estaba entreabierta. No me detuve a pensar. Solo entré.
—¿Dónde mierda está tu ética, Bartolomeo? —espeté apenas crucé el umbral—. ¿Cómo se te ocurre aceptar a ese cerdo de Armando en nuestra compañía?
Él levantó la vista con esa calma suya que siempre ostentaba cada vez que Maximilien le hablaba, y frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando ahora, Damián? —preguntó, cruzando los brazos sin moverse de su asiento.
—Lo vi. ¡Lo vi con ella, padre! En su oficina. Besándola —mi voz salió ronca, descontrolada—. ¿Esto era parte de tu plan? ¿Meterlo otra