Amelie Manson
Entonces lo vi marcharse, sin siquiera mirarme una última vez. No lloré en ese instante; no podía hacerlo frente a mi madre y mis hermanas, porque no estaba lista para explicarles las verdaderas razones del porque mis lagrimas se desbordaban después de que él se fue.
Por dentro, sin embargo, mi corazón se rompía en mil pedazos, esparciéndose como vidrios rotos por toda esa sala de hospital, sin darme un segundo de tregua. Permanecí inmóvil, atrapada en mi propio vacío, hasta que la cálida mano de mi madre se posó sobre mi hombro.
—Vamos, Amelie… —susurró con suavidad—. Es hora de ir a casa y descansar.
Asentí en silencio. Me incorporé despacio y caminé junto a mis hermanas hasta salir a la calle. Afuera, el aire de la noche me golpeó con un frío que me hizo estremecer. Nos detuvimos en la acera, esperando un taxi.
—Madre, ¿no trajiste auto? —pregunté, confundida.
Ella negó, bajando la mirada con un ligero sonrojo.
—Hija… después de que salí del hospital, las cosas se co