Damián Feldman.
Miraba a través de las noticias financieras cómo Feldman iba en descenso. La pantalla brillaba con titulares que parecían cuchillos directos a mi orgullo. Sabía que Amelie me había propuesto salvarla a través del matrimonio estipulado, pero después del último encuentro entre los dos, y la forma en la que huyó para evitar mi contacto, sembró mil dudas que antes de cualquier cosa debía resolver.
—Eder, ¿qué tienes para mí? —pregunté con voz grave, sin apartar la vista de la pantalla.
El asistente de mi padre ahora era el mío, y como siempre, leal a los Feldman, trabajaba con una devoción incuestionable.
—Señor, la señora Amelie sigue viviendo en la casa materna. Siempre maneja la misma rutina: sale a las siete y treinta de la mañana, regresa a las tres y media de la tarde y no vuelve a salir. No reciben visitas, no hay nadie extraño entrando o saliendo de la casa.
Me quedé en silencio, sintiendo que esa normalidad era demasiado perfecta.
—¿Hackeaste su teléfono? —pregun