Sofia
Nunca había sentido algo tan cálido y firme como la mano del padre Fernando sobre la mía. Sus dedos eran largos, callosos en las puntas, pero suaves al mismo tiempo.
Mientras caminábamos hacia la camioneta, después de aquel momento tan extraño y gracioso en la playa, sentía un calor subiendo por mi brazo, quemándome la piel y acelerándome el corazón. Me costaba respirar y cada paso que daba al lado de él me hacía sentir como si flotara, como si mis pies no tocaran la arena caliente y húmeda.
Cuando llegamos a la camioneta destartalada, me quedé mirándola un momento. Tenía el parabrisas lleno de arena y el espejo retrovisor colgaba de un solo tornillo. Solté un suspiro que sonó más a un gemido de resignación.
—¿Qué sucede? —preguntó el padre Fernando, soltándome la mano para abrir la puerta.
—Nada… solo… —dije con un suspiro dramático mientras cruzaba los brazos—. Solo estoy mentalizándome para este viaje suicida en esta carcacha.
Lo escuché reír bajito, ese sonido grave y suav