Amadeus se giró lentamente, con el rostro endurecido y los ojos brillando con una furia contenida. Isabella, a su lado, dio un paso hacia atrás, sabiendo perfectamente quién estaba detrás de esa voz que cortaba el aire como una daga.
Allí, apoyado contra una de las columnas del pasillo exterior y la misma elegancia implacable de siempre, estaba Nathaniel Gray. Su mirada era helada, y aunque no alzaba la voz, cada palabra suya pesaba como una sentencia.
—Te creí más sutil, Amadeus —continuó Nathaniel, caminando lentamente hacia él, sin apartar los ojos del juez—. Pero no puedes ocultar el hedor de tu desesperación ni siquiera bajo una toga comprada.
—No te atrevas a cruzar esa línea conmigo —gruñó Amadeus, dando un paso al frente, su voz cargada de amenaza—. Esto no te concierne, Nathaniel. Es un asunto “familiar”
—Todo lo que afecta a Elena me concierne —respondió Nathaniel con una calma mortal—. Sobre todo, cuando se trata de protegerla de un lobo que no conoce los límites ni la dign