CAPÍTULO 2

POV VITTORIA MORETTI

 

Habían pasado los treinta minutos más largos de toda mi vida. Sentía el peso del tiempo, de cada segundo arrastrándose, y apenas podía concentrarme en lo que ocurría a mi alrededor. Había una tensión tan densa en el aire que casi podía tocarla. Mis padres hablaban, tratando de llenar el silencio incómodo con comentarios educados y forzados, mientras que Aleksey apenas respondía con monosílabos, pero de alguna manera cada palabra suya parecía teñida de desdén.

Me obligué a comer, aunque la comida no me sabía a nada, algo extraño para mí, una amante de los sabores y texturas. Masticaba por inercia, queriendo aparentar que todo estaba bien, que podía sobrellevar esta cena como cualquier otra, pero en el fondo sentía que cada bocado era como tragar una piedra.

Mi atención iba y venía, apenas registrando lo que se hablaba. Era consciente de que, si me preguntaban algo, probablemente respondería de forma inapropiada, una falta de respeto que mis padres y mi futura familia jamás olvidarían. Quería ser perfecta, la hija que mis padres esperaban, pero la ansiedad me carcomía por dentro, nublando mis pensamientos.

Inhalé lentamente, tratando de calmarme, y entonces, como si hubiera sentido mi nerviosismo, levanté la cabeza y encontré su mirada. Aleksey me observaba, sus ojos ambarinos atrapándome como si fuera una presa. Era una mirada sin rastro de calidez, calculadora y fría, pero con una intensidad que me hizo temblar. Me sentí atrapada, como si en ese instante él pudiera ver todo de mí, cada duda, cada miedo. Su boca se curvó en una sonrisa apenas perceptible, pero sus ojos seguían siendo implacables. Sentí que me desnudaba el alma con solo mirarme.

Me tensé, apretando los dedos alrededor de mi servilleta, deseando poder desviar la mirada, pero era como si una fuerza invisible me obligara a mantener el contacto. Él inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera disfrutando de mi incomodidad. Podía ver el atisbo de satisfacción en su expresión, y me sentí vulnerable, expuesta. Finalmente, rompió el contacto visual y continuó o fingió seguir comiendo, porque su plato estaba intacto. No había probado nada. Ni siquiera el vino.

Mis dedos temblaban ligeramente, y mi respiración se había vuelto algo más rápida. Me obligué a tomar otra inhalación profunda, a tratar de encontrar nuevamente el control de mi propio cuerpo. Nadie parecía haber notado nuestra breve interacción, pero para mí, había sido como una advertencia silenciosa de lo que estaba por venir.

—Me gustaría conocer un poco más la casa donde vive mi prometida —expresó de repente.

La petición parecía sencilla, pero la tensión en el aire delataba la incomodidad que causaba. Mi padre, después de un breve titubeo, le sostuvo la mirada y asintió, aunque su expresión revelaba su resistencia a aquella petición disfrazada de cortesía.

—Sí, claro —dijo finalmente, volviéndose hacia mí con un gesto severo—. Hija, acompáñalo. Comienza por el jardín, luego nos uniremos a ustedes.

Tragué duro, sintiendo un nudo formarse en mi garganta, y asentí lentamente. Me levanté de mi asiento y salí del comedor sin mirarlo, sin necesitar confirmación de que me seguía; la imponente presencia de él se sentía como una sombra que me perseguía en silencio, una constante que era imposible ignorar.

Caminamos hacia el jardín, y el sonido de sus pasos tras de mí era tan firme y controlado que parecía coordinarse con los latidos de mi propio corazón, que, a estas alturas, golpeaba fuerte contra mi pecho.

Su cercanía, apenas unos pasos detrás de mí, me intimidaba de una manera nueva y aterradora.

—Espero que seas consciente de lo que implica esta unión, Vittoria —susurró de pronto, su tono bajo, casi acariciante, aunque sus palabras rezumaban una crueldad sutil—. No solo es un acuerdo entre familias. Es una alianza de la que no tienes otra opción más que cumplir con tu parte.

Las palabras me golpearon como un puñetazo, pero me esforcé por ocultar mi reacción, aunque sabía que probablemente él ya había notado el leve temblor de mis manos. Me detuve en seco, girándome lentamente hacia él y obligándome a sostener su mirada.

—Lo entiendo. Sé lo que esperan de mí.

Una esposa servicial y una madre para sus hijos —pensé.

Él dejó escapar un leve sonido, algo entre una risa seca y una mueca de desprecio, pero no había ni una pizca de alegría en su expresión.

Sin previo aviso, acortó la distancia entre nosotros hasta que nuestras respiraciones se entremezclaron. La punta de sus zapatos chocó con los míos, y el aire pareció densificarse entre nosotros, volviéndose casi irrespirable. Su rostro se inclinó hacia el mío, lo suficiente para que su voz bajara a un susurro peligroso.

—Lo único real de nuestro matrimonio serán las firmas y las argollas que llevaremos. Entiéndelo desde ahora, para que no alberguen tus patéticos sentimientos una esperanza que solo podría empeorar esta... obligación.

Me obligué a inspirar fuerte para poder llevar aire a mis pulmones. Mis labios se abrieron, pero las palabras se negaban a salir.

—No... no entiendo...

Soltó un suspiro de impaciencia, y sus ojos se oscurecieron aún más mientras me observaba con desdén.

—Me desagradas. Estar aquí es un infierno para mí, pero cumplo mi maldita palabra. Eso es todo lo que necesitas saber.

Se separó de mí, lanzando una última mirada de desdén alrededor antes de indicarme con un gesto impaciente.

—Continúa —ordenó—. Te sigo.

Sentí las lágrimas luchando por salir, pero me obligué a mantener la compostura, a tragar ese dolor y la humillación que me ardía en el pecho. Sin más remedio, me giré y retomé el camino hacia el resto de la casa, cada paso pesado, cada aliento apretado, como si en cualquier momento el aire pudiera fallarme y el asma me envolviera.

El sonido de sus pasos detrás de mí era una constante aterradora, y una parte de mí deseaba detenerme, girarme y gritar, pedir una explicación a la crueldad con la que me trataba, pero sabía que sería inútil. Obligué a mis pies a avanzar, guiándolo hacia el jardín como mi padre había pedido.

—Aquí está el jardín.

Él se detuvo a mi lado, observando el paisaje con una expresión indescifrable. No pude evitar estudiarlo de reojo: su mandíbula tensa, la manera en que sus ojos recorrían cada rincón como si evaluara cada detalle, cada flor, cada sombra. Era un extraño en mi mundo, y yo estaba destinada a convertirlo en una parte de él, aunque lo rechazara con cada fibra de mi ser.

—Bonito lugar para alguien que, pronto, no volverá a verlo con libertad —murmuró con voz baja, pero cargada con una amenaza apenas velada.

Mi pecho se tensó, y el aire se sintió más pesado. No podía ignorar lo que había dicho, aunque sabía que enfrentarme a él no era la decisión más sabia. Aun así, las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerme.

—¿Es eso una amenaza? —pregunté, tratando de sonar firme, aunque la valentía en mi tono era más fingida que real.

Él se detuvo y se giró lentamente hacia mí. Sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad tan sofocante que retrocedí un paso, aunque intenté mantener mi lugar.

—Considera esto un recordatorio de tu realidad —dijo, acercándose un poco más—. Tus estúpidas fantasías, y esos sueños de m****a deben quedarse aquí, en este jardín.

Tragué saliva, sintiendo cómo mi garganta se cerraba un poco más con cada palabra. Era como si estuviera desmantelando cualquier intento de esperanza que pudiera haberme permitido conservar.

—Ni siquiera sabes cuáles son mis sueños —hablé entre dientes, forzándome a mantener la mirada fija en él, aunque mi pecho comenzaba a tensarse de nuevo, anunciando lo que temía: otro ataque de asma.

Arqueó una ceja, y su sonrisa torcida se amplió. Dio un paso hacia mí, acortando la distancia entre nosotros.

—¿Tus sueños? Déjame adivinar. Sueñas con que tu esposo, a pesar de ser un cabrón hijo de puta de la mafia, sea un santo y encantador. Que te cumpla todos tus caprichos, que tengas una vida de m****a llena de lujos y niños perfectos corriendo por los pasillos. —Su tono era hiriente—. ¿Qué más sueños vacíos podría tener una persona como tú?

Su crueldad me dejó sin palabras por un instante, pero luego sentí cómo el calor de la indignación empezaba a llenar mi pecho.

—¿Una persona como yo? —pregunté, señalándome con el dedo mientras mi voz temblaba de incredulidad y rabia.

—Sí, una niña mimada, criada entre algodones —espetó con una sonrisa amarga que no llegó a sus ojos—. Una princesita italiana que cree que el mundo le debe algo. En esta jodida vida, Vittoria, nadie te debe una m****a. ¿Sabes cuál es tu único rol aquí? Ser una incubadora. Una máquina para criar hijos y mantener el linaje. Eso es lo que eres para esta mafia de m****a en la que naciste.

El aire empezó a faltar, y mi mano fue automáticamente hacia mi bolso, donde guardaba mi inhalador. Mi respiración era cada vez más pesada, pero me negué a mostrar debilidad delante de él.

—No puedes hablar así —dije, aunque mi voz era apenas un susurro. Me forcé a inhalar profundamente y a mantenerme erguida—. No cuando la mafia a la que perteneces es igual de brutal y sin escrúpulos. Ninguno de nosotros está en posición de juzgar al otro.

—Tienes agallas para hablarme así, pero no confundas tu pequeño arrebato de orgullo con algo que vaya a cambiar tu destino —gruñó, acercándose aún más hasta que el calor de su aliento chocó contra mi rostro—. Estás en mi mundo ahora, y aquí, no hay espacio para ilusiones.

Mis manos temblaron mientras finalmente saqué mi inhalador y lo llevé a mis labios, aspirando profundamente mientras mi pecho luchaba por calmarse. Él me observó en silencio, su mirada dura, pero con un destello de algo que no pude identificar: lástima, o tal vez desprecio.

—¿Terminaste? —preguntó—. Si necesitas otro respiro para aguantar lo que te espera, dilo ahora. No tengo tiempo para jugar a ser amable.

Me forcé a levantar la barbilla, a enfrentar su mirada pese al temblor en mis piernas.

—No necesito tu amabilidad —murmuré con más convicción de la que realmente sentía—. Solo espero que recuerdes que no soy tan fácil de romper como crees.

Una chispa oscura iluminó sus ojos, y una sonrisa fría curvó sus labios.

—Eso lo veremos, princesa. Eso lo veremos.

Se dio la vuelta, dándome la espalda mientras observaba el jardín, dejándome con el corazón palpitante y las palabras atascadas en mi garganta.

Al cabo de un momento, él se giró, haciendo un ademán con la mano para que continuara mostrándole el resto de la casa. Mi pulso martilleaba en mis sienes, y cada inhalación dolía. Sentía que el mundo entero se había vuelto pequeño y opresivo en su presencia.

Lo guié hacia la galería, recorriendo el corredor donde las paredes estaban adornadas con fotos de mi infancia, imágenes que ahora parecían tan lejanas y ajenas a la vida que me esperaba. Noté cómo su mirada recorría cada foto, cada rincón, como si intentara buscar algún punto débil, algún resquicio por el cual desmantelar lo poco que me quedaba de paz.

Al final del recorrido, se detuvo frente a una fotografía enmarcada en la pared. En ella, mi madre y yo estábamos en el jardín, riendo bajo el sol, con flores adornando nuestro cabello. Era un recuerdo de tiempos más simples, más felices. Él permaneció inmóvil, observándola con una expresión difícil de leer. Sus ojos recorrieron cada detalle de la imagen antes de girarse lentamente hacia mí.

—Pronto serás una Romanov, así que empieza a comportarte como tal —espetó con frialdad, su mirada fija en mí como si quisiera perforarme el alma. Luego, sus ojos recorrieron mi figura de arriba abajo, como evaluándome y encontrándome insuficiente.

Mi cuerpo se tensó, y un escalofrío recorrió mi columna.

—Sé de tu ex prometido —continuó, su voz ahora más baja, pero impregnada de una amenaza palpable—. Si lo veo cerca de ti, aunque sea por un puto segundo, morirá frente a tus ojos. Y tú serás la única culpable.

El aire pareció espesarse a mi alrededor, y tragué con dificultad, sintiendo que mi garganta se cerraba.

—Entiendo —murmuré, mi voz apenas un hilo mientras inclinaba ligeramente la cabeza, tratando de no mostrar el temblor en mis manos.

Él soltó un sonido bajo, como si mi respuesta lo aburriera, y se giró para irse. Sus pasos resonaron contra el suelo, marcando su partida. No se molestó en mirarme una última vez.

Algo en mi interior se agitó, una pequeña chispa de desafío que no pude contener.

Anche tu comportati bene (Tú también pórtate bien) —solté, casi en un susurro, aunque sabía que era lo suficientemente alto como para que él lo escuchara.

No giró la cabeza ni mostró señal alguna de haberme oído. Pero algo en su paso, una ligera pausa, me hizo pensar que sí lo había hecho. Era obvio que, no lo había entendido, él no hablaba italiano, eso lo había dicho mi padre ayer en la noche, por esa razón nos teníamos que expresar en ingles durante la cena.

Me quedé allí, observando cómo desaparecía por el pasillo, sintiendo que el aire volvía a entrar en mis pulmones poco a poco. Pero la opresión en mi pecho permanecía, una mezcla de miedo, rabia y una sensación de asfixia que no podía ignorar.

Regresé mi mirada a la fotografía en la pared. ¿Cómo había terminado aquí? De una infancia llena de risas y flores en el cabello, a esto. Me llevé una mano al pecho, tratando de calmar mi respiración.

—Lo superarás, Vittoria. Lo superarás —me dije a mí misma, aunque sabía que la verdadera batalla apenas había comenzado.

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