—¡Nunca! —gimió tratando de quitarse aquellos dedos de su barbilla.
Pero su resistencia solamente hizo que el hombre apretara más fuerte.
—Muy tarde para decir eso —sonrió de una manera perversa—. Sellaste nuestro pacto en el altar y lo ratificaste ayer cuando dijiste que me amabas.
—¡No! —se retorció en su agarre—. Eso fue antes de conocer tu verdadera cara.
—¿Y qué tiene mi cara? —su voz se endureció.
—¡Qué no me gusta! ¡No me gustas tú!
—¿Por qué exactamente, eh? —preguntó con rabia—. ¿Porque hice que el maldito de Mauricio se hundiera en el fango? ¿Porque dejé a tu hermanita pretenciosa sin nada? Dime, Rubí, ¿acaso no es lo mínimo que se merecen?
Los ojos de la mujer escocían mientras negaba.
—No eres tú quien debes tomar ese tipo de decisiones —dijo, tratando de contener las lágrimas—. ¿Quién crees que eres para decidir sobre la vida de otros? ¿Para arruinarlos? ¡Ese dinero! ¡Esa familia! ¡Mi abuelo me la confió! Y tú… —Se le quebró la voz al darse cuenta de que era princi