Cuando los indeseados invitados finalmente desaparecieron, Eros se acercó a Rubí y le examinó el rostro con cuidado. Lastimosamente, se encontró con que una marca de dedos manchaba su pálida piel. Apretó los dientes, mientras maldecía en voz baja.
—No es nada —le aseguró la mujer sosteniendo su mano y dedicándole una suave mirada que buscaba tranquilizarlo.
—¿No es nada? —él no pareció estar de acuerdo con eso—. ¡Mira lo que te hizo ese infeliz!
Rubí suspiró sin decir nada. Había recibido tratos peores en el pasado, pero prefería guardar esa información.
—No dejaré que vuelva a ocurrir —la voz de su esposo se escuchó determinada.
Ella sonrió débilmente.
—Gracias.
De repente, Eros la cargó en sus brazos sin que pudiera oponerse. La tomó como si no pesara nada y comenzó a subir los escalones que daban a la planta alta.
—¿Qué haces? —sus mejillas se colorearon, mientras ocultaba su rostro en la curvatura de su cuello.
—Pondremos un poco de hielo para que no se inflame.
Y casi al mismo ti