Ignorar advertencias nunca fue una de mis virtudes.
Y ahora menos, cuando sabía que el hombre con el que dormía bajo el mismo techo ocultaba más verdades de las que podía contar. Me movía por la mansión como un fantasma. Silenciosa, atenta. Anotando detalles. Escuchando. Aprendiendo.
Cada vez que Dante se iba —que era casi a diario—, aprovechaba para explorar. Ya no me detenían las miradas de Verona ni los silencios de Mateo. Me habían advertido. Me lo habían dicho claro.
Pero lo prohibido… me llamaba.
Y aquella tarde, lo encontré.
Fue en la biblioteca. Entre libros antiguos y vitrinas con cristal blindado.
Un rincón al fondo, casi invisible. Una estantería con volúmenes desordenados y polvo más real que el de los otros espacios pulcros. Detrás de los libros de economía y tratados legales, encontré una tabla de madera despegada.
Instinto. O destino.
La retiré con cuidado. Detrás, un hueco. Una caja.
Era pequeña. De metal envejecido. Cerrada con un broche oxidado que se rompió con apen