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Capítulo 4 Un hombre hecho de sombras

No me había acostumbrado a la mansión Villa Selene, propiedad de los Salvatore por generaciones, está propiedad era más imponente que las de Los Castelli, esta tenía ventanales con vista al lago, jardines clásicos, biblioteca subterránea, bóveda secreta, sala de armas, piscina climatizada, seguridad biométrica avanzada. Demasiado grande. Demasiado silenciosa. Demasiado perfecta. Era como vivir dentro de una fotografía: nada se movía, nada envejecía, nada respiraba. Excepto él.

Dante Salvatore.

Cada mañana aparecía puntual, con traje impecable, café en mano y un gesto que oscilaba entre el desdén y el deber. Un fantasma de carne y poder. Como el CEO de Salvatore Holdings, supongo que tenía mucha responsabilidad, un hombre misterioso que ha mantenido su vida tan hermética que da más miedo, solo sale en los diarios lo que él permite que salga y pobre de aquellos que se atrevan a publicar más de la cuenta. 

La primera vez que oí el apellido Salvatore fue hace un año atrás, estaba buscando a Ethan porque me había prometido acompañarme al acto de graduación y la puerta del despacho no estaba  del todo cerrada así que me quedé allí mientras él y su padre maldecían a todo aquel que llevara ese apellido, pero como nunca se me permitió saber nada referente a los negocios de mi esposo, no le di importancia hasta ahora. Ese recuerdo ahora llegaba tan claro, mencionaron algo sobre que Salvatore Holdings era solo una empresa fachada para el crimen financiero y tecnológico y que Dante estaba tratando de joderlos. Tampoco en que Los Castelli eran unas inocentes palomas, tenían en su nómina a políticos corruptos, jefes de policía, y se rodeaban con mafiosos que te podrían la piel de gallina con tan solo mirarte. ¿Será Dante Salvatore también un mafioso?

Nos cruzábamos durante los desayunos —breves, correctos, sin palabras innecesarias— y luego desaparecía por horas. A veces volvía tarde, con la mirada más dura que antes. Otras, no volvía del todo.

No preguntaba.

Yo tampoco.

Nuestro matrimonio era un escenario. Y los actores no tienen derecho a mirar detrás del telón. Aunque a veces se gestaba dentro de mí la semilla de la rebeldía. Pero no podía enfurecerlo era lo único que tenía en este país. Todo lo demás estaba en España.

Esa tarde, sin embargo, algo cambió.

La lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar. Estaba en la biblioteca, leyendo por inercia, cuando escuché un sonido que no encajaba: un grito ahogado. Bajo. Masculino.

Me puse de pie de inmediato. Seguí el sonido por el pasillo, hasta una puerta al final del ala este. Nunca la había abierto. No sabía que era su estudio.

Toqué. Nadie respondió.

La puerta estaba entreabierta.

—Dante —llamé, con cautela—. ¿Estás bien?

Silencio.

Empujé suavemente. Y entonces lo vi.

No era el hombre que conocía.

Estaba en el suelo, sobre una alfombra de piel, sin chaqueta, sin corbata, con la camisa desabotonada hasta el pecho. Sudaba. Respiraba agitado. Su rostro contraído en una mueca de dolor… o rabia.

Una copa rota a su lado. Sangre en la mano. Los nudillos abiertos.

—¿Qué…? —di un paso—. ¿Qué pasó?

Me miró. Tardó en reconocerme. Como si le costara volver del lugar en el que había estado.

—Fuera —dijo. Una orden más que una súplica.

—Estás sangrando.

—No es tu problema.

—Soy tu esposa. Aunque sea de mentira, así que sí, es mi problema —me acerqué más—. Y no me voy a ir.

Él apretó la mandíbula. La herida no era grave, pero sí profunda.

Me arrodillé junto a él sin pedir permiso. Busqué con la mirada algo para limpiar. Encontré una toalla sobre el sofá.

—¿Tienes alcohol?

—En el bar. Segundo cajón.

Fui. Volví. Empapé la tela. Él no me detuvo.

Cuando le tomé la mano, tensó el cuerpo, pero no la retiró.

—¿Te peleaste con alguien? —pregunté mientras limpiaba con cuidado.

—Conmigo mismo.

— Y por lo que veo has perdido.

Dante soltó una risa seca. No era alegría. Era una grieta. Sus ojos grises tan fríos como antes, pero llenos de dolor y no era uno físico, este venía de un alma rota, lo se por experiencia propia.

—A veces ganar… también duele.

Me atreví a mirarlo de cerca. cabello negro que ahora tenia despeinado y algunos rizos traviesos le cubrian la frente con sudor, su piel clara, cuerpo atletico, un metro ochenta y ocho o quizas un poco mas, el perfil tenso, las sombras debajo de los ojos.

Había algo roto ahí. Algo antiguo.

—¿Qué haces cuando no puedes dormir? —le pregunté.

—Trabajo.

—¿Y cuando el trabajo no te calma?

—Comienzo guerras. Tomo. Golpeo paredes. A veces llamo a demonios que deberían seguir dormidos.

Silencio.

Él me miró de nuevo. Ya no con frialdad, sino con una especie de cansancio que dolía solo de verlo. Levantó la mano sana hacia mi, pero luego la detuvo a medio camino. Se arrepintió. Lo vi en sus ojos y en su mandíbula apretada.

—¿Tú, Zoe? ¿Qué haces cuando no puedes dormir?

—Me culpo.

—¿Por qué?

—Por no haberme ido antes. Por no haber visto quién era Ethan desde el principio. Por pensar que el amor era suficiente, que lo podía cambiar.

Dante cerró los ojos por un segundo.

—El amor no salva. Solo debilita.

—¿Y tú lo supiste siempre?

—Sí. —Abrió los ojos—. Porque el amor fue la bala que me dispararon cuando bajé la guardia.

Lo ayudé a ponerse de pie. Su cuerpo pesado pegado al mío, este hombre olía tan delicioso. Caminó con lentitud, pero sin dejar de lado su orgullo. Se dejó guiar hasta el sofá. Se sentó.

—¿Quieres quedarte? —me preguntó entonces.

—¿Aquí?

—Sí.

—¿Contigo?

—No quiero hablar. Solo… no quiero estar solo esta noche. Cuando los demonios salen del infierno es mejor estar rodeado por un ángel.

No era una orden. Era lo más parecido a una súplica que podía salir de sus labios.

—¿Y si no soy un ángel?

Ël levantó una ceja en mi dirección. Y me recorrió con su ardiente mirada.

— Entonces tendrás que fingirlo, hasta que tu te lo creas.

Me senté a su lado frente a la chimenea de piedra que no sabía que pudiera haber en esta casa tan sofisticada y moderna. Esta habitación era casi que autónoma del resto de la casa, distinta, acogedora, más amigable, y me gustaba. Permanecí allí. No lo toqué. No lo miré. Solo estuve.

Y en el silencio que compartimos, supe que esta era una de esas noches que las personas nunca confiesan. Las que marcan un antes y un después, aunque nadie lo diga.

Me quedé dormida ahí mismo, sin darme cuenta. Cuando desperté, era de madrugada. Dante no estaba. Sobre la mesa, una manta cuidadosamente doblada… y un vaso con agua. Sabía que debía regresar a mi esteril habitación sola y tan impecablemente decorada, pero no lo hice, me acurruque más en el mullido sofá y me relaje nuevamente, me gusta aquí. Pensé cerrando los ojos.

Al día siguiente, todo volvió a su cauce habitual.

—Esta noche hay una cena con inversores —me dijo mientras desayunábamos.

—¿Debo acompañarte?

—Sí. Iremos juntos.

—¿Alguna instrucción?

—Solo una.

Lo miré.

—Que nadie adivine lo que pasó anoche.

Lo cumplí.

Vestido negro ajustado, tacones altos, me maquille mis ojos verdes con un delineador negro haciendo que ese rasgo resaltara, y mis labios con un labial vino, mi cabello castaño oscuro suelto corria libre en cascada hasta mi espalda baja, mirada de acero. Me mire en el espejo y esperaba por ego que Dante admirara mi esfuerzo. Pero al llegar al final de la escalera no fue así, su indiferencia era más desesperante que la arrogancia de Ethan.

Caminé a su lado como si el mundo nos perteneciera. Como si no hubiese sangre seca debajo de su puño. Como si no hubiese heridas abiertas detrás de sus silencios.

Pero dentro de mí, algo había cambiado.

Ya no solo era su esposa contratada. Ya no solo lo odiaba como parte del plan.

Ahora… empezaba a comprenderlo. Y esa comprensión era peligrosa. Muy peligrosa.

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