Capítulo 2 El trato

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —pregunté con un nudo en el estómago.

El hombre frente a mí —ese tal Dante Salvatore— no parpadeó ni se inmutó. Me observaba como si yo fuera una ficha en un tablero que él ya había ganado y del que salió victorioso.

—Más de lo que crees. —Abrió la puerta trasera del auto negro como si estuviera invitándome a una ejecución elegante—. Sube. No vamos a hablar civilizadamente bajo la lluvia.

La razón me gritaba que no lo hiciera. Que correr era lo más sensato.

Pero no tenía dónde correr.

Subí.

El interior olía a cuero caro y a poder. Su asistente —un hombre fornido de mirada severa— nos recibió con una Ipad en las manos. Dante se sentó frente a mí, cruzando las piernas, como si fuera el dueño del universo… y yo apenas una solicitud pendiente.

—Mi propuesta es simple —dijo, deslizando la Ipad hacia mí—. Un año de matrimonio. Sin amor. Sin expectativas emocionales. Sin contacto físico. Con mucho dinero. Solo un contrato.

El documento ya tenía mi nombre. Mi nuevo nombre, si firmaba.

Zoe Salvatore.

Me quedé mirando esas dos palabras como si no fueran mías. Como si pertenecieran a otra mujer más valiente, más rota, o quizás más desesperada que yo.

—¿Por qué yo? —pregunté, apenas en un susurro.

Dante se inclinó hacia adelante, su voz un susurro peligroso. Su aliento cálido con olor a whisky, provocador.

—Porque eres la única mujer dispuesta que puede arruinar a Ethan Castelli sin siquiera mover un dedo. Porque fuiste su esposa. Y ahora… podrías ser la mía.

Un escalofrío me recorrió la columna. No era una propuesta de matrimonio. Era una declaración de guerra.

—¿Quieres usarme como arma?

—Tú ya fuiste usada de todas las formas posibles. Al menos ahora podrás disparar.

Había algo oscuro en él. Algo que no pedía permiso ni perdón.

Pero también había una extraña sensación de equilibrio. Él no me ocultaba sus intenciones. No fingía amarme. No me prometía felicidad.

Solo me ofrecía dinero, poder y la posibilidad de vengarme de quienes se aprovecharon de mi debilidad.

—¿Qué pasa después del año?

—Divorcio. Un depósito de cinco millones de dólares. Y tu vida… limpia, serás una mujer joven y rica.

Tragué saliva. Cinco millones. Libertad. Venganza.

Y a cambio, ¿qué?

—¿Y si decido no aceptar lo que me ofreces?

—Entonces te marchas hoy mismo de la ciudad con este adelanto —sacó otro sobre, aún más grueso— desapareces. No volverás a oír de mí.

Me tomó un segundo entender lo que estaba en juego.

No era solo un contrato. Era una elección entre hundirme… o usar las ruinas para construir algo nuevo.

Miré por la ventana empañada. El mundo allá afuera no me ofrecía nada. Ni un techo. Ni una mano.

Y el hombre frente a mí, por cruel que fuera, no me pedía amor. Solo me ofrecía una salida.

—¿Qué esperas de mí como esposa? —pregunté con la voz más firme que logré reunir.

Dante sonrió por primera vez. Una curva seca, carente de dulzura.

—Apariencias. Fotos. Eventos. Viajes. Que estés a mi lado cuando sea necesario. Nada más. No me interesa lo que hagas en tu tiempo libre… mientras respetes el papel frente a los medios.

—¿Y en privado?

—Dormiremos en habitaciones separadas.

Su respuesta fue tan inmediata que casi me dolió.

Él no me deseaba. No me veía atractiva. Era mejor así… ¿no?

Asentí en silencio.

Dante tomó la Ipad y la firmó primero. Su rúbrica era elegante, firme, como su voz.

Luego me entregó el stylus. Mi mano tembló apenas. No por miedo, sino por la conciencia de que estaba firmando algo que ya no podía desfirmar dentro de mí.

Firmé.

Y en ese instante, Zoe Knight murió.

La ceremonia fue esa misma semana. Privada. Sin invitados. Solo el notario, su asistente y una fotógrafa con lentes oscuros y sonrisa mecánica.

Yo llevaba un vestido blanco minimalista, comprado a medida para mí, la tela abraza las curvas de mi cuerpo a la perfección y un pequeño ramo de lavandas. Él, un esmoquin negro sin una sola arruga. Parecíamos los novios perfectos sacados de una revista rosa... si ignorabas la frialdad en nuestros ojos.

—¿Quieres besar a la novia? —preguntó la fotógrafa, intentando sonar amable.

Dante me miró, como si se lo pensara. Y luego, en vez de besarme, me colocó una cadena dorada al cuello. Una joya con un zafiro azul.

—Esto hablará por nosotros. —Me susurró—. Es el símbolo de que me perteneces… por un año.

Asentí. No dije nada. No tenía palabras. No las necesitaba.

Nos tomaron fotos. Firmamos documentos. Y antes de que pudiera entenderlo, era oficialmente la esposa de Dante Salvatore.

Nos mudamos esa noche a su residencia en la Ribera del lago Léman, afueras de Ginebra. Una mansión Neorrenacentista moderna,  con ventanales enormes, escaleras flotantes y paredes que olían a mármol y secreto.

—Esta es tu habitación —dijo, mostrándome una puerta de doble hoja—. Lo que necesites, pídelo. Lo que no quieras… quémalo.

Abrí la puerta. Dentro, todo era blanco, delicado, silencioso.

Un vestidor lleno de ropa. Una cama de reina. Una biblioteca con libros seleccionados.

Un refugio… o una jaula hermosa. Aún no lo sabía.

Dante se quedó en el umbral.

—Mañana tenemos una cena con la prensa. Anunciarán nuestro matrimonio.

Necesito que estés… perfecta.

Lo miré sin miedo.

—Siempre lo estuve. Solo que nadie lo notaba.

Una pausa. Por un segundo, creí ver una chispa de algo en su rostro. ¿Admiración? ¿Dolor?

—Entonces esta vez que te vean. —Dio un paso atrás—. No falles, Zoe.

Me senté en el borde de la cama, descalza, con el vestido aún puesto. Él en un mínimo de segundos había llegado a mi lado.

—Creo que vas a necesitar ayuda con la cremallera del vestido.

Me tomó casi un minuto en comprender hasta que me levanto de la cama y hizo que le diera la espalda, sus dedos acariciaron mi espalda, recorriendo la línea que quedaba descubierta, no se si era consciente de lo que le hacia a mi cuerpo dormido, pero me hacia temblar de deseo, quería que este hombre frío me hiciera el amor, quería sentirme deseaba y Dante me trataba sólo como una empleada más.  Tenía que alejarme de este hombre antes de que cometa una locura y termine mas humillada que antes. 

—Gracias. —Dio un paso hacia adelante. No me atreví a voltear.

Y se fue.

Había firmado un trato. Me había casado con un enemigo.

Y en el espejo frente a mí, la mujer que me devolvía la mirada ya no era una víctima.

Era alguien que estaba por comenzar su venganza.

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