VERONA
La lámpara del salón parpadeaba como si la casa misma estuviera conteniendo la respiración. Afuera, la noche caía sobre los Alpes con un manto denso, casi líquido, que parecía querer penetrar las ventanas y hundirlo todo en sombras. La madera de la cabaña crujía bajo la presión del viento, y el fuego en la chimenea chisporroteaba con un ritmo irregular, como si quisiera avisarnos de algo que aún no sabíamos.
Yo permanecía inclinada sobre la mesa, con el mapa extendido frente a mí. Mis dedos rozaban las líneas azules y rojas que trazaban rutas imposibles, y, en medio de aquel enredo, descubrí el pliegue que no debía estar allí. Un doblez apenas visible, escondido entre las marcas del tiempo y el desgaste del papel. Lo abrí con cuidado, como si arrancara un secreto de las entrañas de la tierra.
Dentro, un papel doblado en cuatro. Una nota escrita con tinta negra, de trazo firme y elegante. Reconocí la caligrafía al instante: Eliane.
"La llave no está donde crees. Confía en lo que