La torre se alzaba sobre Berlín como un cuchillo olvidado en el cielo. Gélida. Silenciosa. Demasiado silenciosa. Y en nuestro mundo, el silencio no era una bendición. Era un anuncio de muerte.
Dante fue el primero en notarlo.
—Está demasiado vacía —murmuró, con la pistola pegada a su muslo y los ojos en todas las esquinas—. Como si estuvieran esperándonos.
—Nos están dejando entrar —confirmó Verona, revisando el escáner térmico—. Las cámaras están activas, pero nadie responde. Esto es una trampa.
—Perfecto —dije, ajustando el micrófono sobre mi pecho—. Entonces que vean lo que es una mujer con el infierno en la sangre.
Ivy me lanzó una mirada de advertencia, pero no dijo nada. Sabía que ya estaba hecho.
Subimos por las escaleras de servicio. Cada peldaño era una cuenta regresiva. Una bala que aún no había salido del tambor. Dante iba detrás de mí. Puedo jurar que podía sentir su respiración quemándome la nuca. No me tocaba, pero me protegía con cada paso.
La sala de transmisión era un