Salimos de la cabaña antes del amanecer.
El aire mordía. Un viento seco, alpino, como si el invierno aún no hubiera muerto del todo. La montaña se despedía de nosotros en silencio. No había sol. Solo un cielo de plomo que parecía presagiar sangre. Dante me puso su abrigo sobre los hombros sin decir una palabra. Lo miré como si fuera la última vez. Porque tal vez... lo era.
Viajamos en dos SUV negros, deslizándonos por la frontera como sombras sin nombre. Verona al volante, con el ceño fruncido y los labios apretados. Ivy, en el asiento de copiloto, consultando su iPad con movimientos afilados como su traje. Atrás, en silencio, iba Simón: nuevo, profesional, con gafas negras, acento argentino y una perfección que me puso la piel de gallina desde el primer instante. Era demasiado limpio. Demasiado preparado. Como si nunca hubiera tenido dudas.
No dormí.
Las pocas horas antes de partir, las pasé frente al fuego, con el crujido de la leña como único consuelo. Dante me encontró así. Sentad