ZOE
La cabaña no era grande, pero lo suficiente para hacernos sentir aislados del mundo. Estaba construida en piedra gris y madera ennegrecida por los inviernos. El techo crujía con cada ráfaga de viento, y a lo lejos, entre la niebla, se dibujaban las siluetas eternas de los Alpes. Aquí no había cámaras. No había aliados. Solo nosotros dos. Y el silencio.
Ese silencio que lo decía todo.
Habían pasado dos días desde que llegamos. Dos días sin tocar el pasado, pero rozándolo en cada mirada. Dos días en que Dante dormía en el sofá frente a la chimenea, y yo en la cama del desván, aunque ninguna de las dos habitaciones tenía puertas.
Hoy nevó. Y por primera vez en a&ntild