El aire me arde en los pulmones cuando cuelgo. El celular sigue vibrando en mi mano, como si la voz de ese hombre se hubiera quedado atrapada entre los circuitos, enredada en mis huesos. No logro desprenderme de ella. El auto está en un silencio absoluto, pero dentro de mí el ruido es ensordecedor.
Mis ojos recorren el parabrisas, los espejos, la calle vacía frente a la mansión de los Duvalier. Nada. Y, sin embargo, cada sombra parece un testigo, cada rincón un escondite donde él podría estar observándome.
Abro la puerta de golpe. El aire frío de la noche me atraviesa el pecho y me obliga a reaccionar. Camino rápido, bordeando el muro de la casa, mis pasos resonando en la grava. Reviso esquinas, miro entre los árboles, como si el fantasma de mi pasado fuera a materializarse de un segundo a otro. La razón me dice que todo está vacío, pero mi paranoia pinta monstruos en cada espacio oscuro.
La piel se me eriza. La sangre late en mis venas como si acabara de correr kilómetros sin detener