A medida que, los días pasaban, el desespero de Daryel iba en aumento.
El encierro no era un concepto que Daryel Metaxis conociera o supiera manejar bien.
Su vida entera había sido una sucesión de espacios abiertos, de fronteras que se movían a su antojo.
Incluso, desde la infancia, su palabra era ley, y su capricho, una orden.
Sin embargo, ahora, su mundo se había reducido a las paredes de una mansión, un palacio que era, en su esencia, una prision dorada.
Las horas se arrastraban, y cada minuto era una tortura psicológica que carcomía su arrogancia como la polilla a la seda.
La opulencia a su alrededor no la hacía sentir cómoda, sino que, se había convertido en un insulto hacía su persona.
El mármol pulido, los frescos en los techos, las obras de arte invaluables... todo era un recordatorio de que estaba atrapada.
Caminó por los pasillos con una furia silenciosa, con sus pasos resonando como un tic-tac mortal. Intentando mantener la compostura, la máscara de frialdad que la ha