Semanas largas
Ariana Prescott
Los últimos meses del embarazo parecían una eternidad.
Cada día era una montaña rusa entre la ilusión, el cansancio y un miedo que nunca terminaba de soltarse de mi pecho.
Mi espalda se quejaba con cada paso, mis pies parecían globos a punto de estallar y cualquier cosa, por mínima que fuera, me arrancaba lágrimas. Si veía a una madre con su hijo en brazos en la calle, lloraba. Si mi padre me servía un té demasiado caliente, lloraba. Si los gemelos discutían por quién me cuidaba mejor, lloraba también. Era como si mi cuerpo se hubiera vuelto un río desbordado.
Pero lo peor no era el cansancio físico, sino la sombra constante que me perseguía en silencio: él.
Una tarde, mientras trabajaba en la oficina, sentí un dolor punzante que me atravesó el vientre como una descar