Las palabras de Gabriel cayeron como un balde de agua fría. Ambos se miraba fijamente, ella intentando comprender su et aúna broma lo que su hijo había dicho, y él, analizando la expresión incrédula de su madre.
—¿Qué? —Gesticulo ella en un susurro.
Gabriel aún tenía el cuerpo tembloroso cuando volvió a sentarse en la cama. Su madre lo miraba como si acabara de escuchar la tragedia del siglo. Y, para él, lo era.
—¿Cómo que… una hija? —repitió ella, como si necesitara escucharlo otra vez para entenderlo.
—Mamá —Gabriel respiró profundo, pero sentía la voz rota—. Clara, la niña de Leonor o Elena, es mi hija… Clara es mi hija.
La mujer se quedó inmóvil unos largos segundos. Su rostro pasó de la sorpresa, al enojo, luego a una especie de cálculo frío que a Gabriel siempre le había molestado.
—¿Y esa muchacha te lo había ocultado por cinco años? —preguntó la madre, ladeando la cabeza con ese tono pasivo-agresivo que solo las madres expertas manejan.
Gabriel la miró con cansancio.
—No lo