Al amanecer, las risas de Clara jugando por la casa despertaron a Leonor. El sol había comenzado a asomarse entre las cortinas, llenando la habitación de una luz dorada y suave. Afuera, en el jardín, pequeños charcos de lodo se habían formado tras la lluvia de la noche anterior. Clara, con la energía que solo los niños parecen tener al despertar, estaba emocionada por recorrer el lugar y explorar cada rincón. El patio amplio parecía hacerle una invitación irresistible a saltar, correr y salpicar cada charco.
—¡Mamá! ¡Mira! —gritó Clara, señalando un charco más grande—. ¡Se puede brincar!
Leonor sonrió, aunque con cierto cuidado. Se acercó a la ventana y vio a su hija moviéndose con entusiasmo.
—Cuidado, mi amor —le llamó, con una mezcla de dulzura y preocupación—. No te mojes demasiado ni te resfríes.
Tomás apareció detrás de Leonor, apoyándose en el marco de la ventana, observando cómo Clara corría y saltaba. Su presencia era tranquila, firme, como un ancla en medio de todo el caos q