Después de que Clara concilió el sueño, Leonor permaneció a su lado, observando cómo el pequeño pecho de su hija subía y bajaba con un ritmo pausado y casi hipnótico. La fiebre le había dejado un rubor en las mejillas, pero por ahora parecía estable. El silencio de la casa era casi absoluto, roto únicamente por el sonido de la respiración de Clara y, de vez en cuando, por un ligero crujido de la madera bajo sus pies.
Tomás se sentó junto a Leonor, con la mirada tranquila pero alerta, como si pudiera percibir cualquier cambio antes de que ocurriera.
—Está bien, por ahora —dijo—. Solo necesitamos que siga descansando.
Leonor asintió, aunque no pudo evitar que un hilo de preocupación cruzara su mente. —No puedo evitar pensar en todo lo que dejamos atrás… —murmuró, con la voz quebrada—. Pero aquí, al menos, parece que podemos respirar un poco.
Tomás le tomó la mano, apretándola suavemente, transmitiéndole esa certeza silenciosa que a veces las palabras no alcanzan a dar. —Eso es todo