El eco de los tacones de Emily resonaba por el pasillo principal como una marcha de guerra. Cada paso era firme, medido, y aunque su rostro mantenía la elegancia impasible de siempre, su mandíbula estaba tensa, lo que era comidilla entre sus empleados.
Sara la seguía con las manos en los bolsillos y una sonrisa juguetona, observando cómo su cuñada autoproclamada hervía por dentro.
—Wow… —dijo Sara rompiendo el silencio con tono ligero— si tuvieras una espada, juraría que ibas directo a una batalla campal.
Emily no respondió de inmediato, pero le parecía gracioso las palabras de Sara. Llegaron a una de las salas de juntas pequeñas, una especie de cubículo elegante para reuniones privadas. Emily cerró la puerta con un golpe seco y se giró hacia Sara, cruzando los brazos.
—¿Qué diablos fue eso? —espetó Emily.
Sara levantó las cejas y cruzó sus brazos.
—¿Qué cosa? ¿Tu desfile de poder frente a Leonor o mi impecable participación como comentarista no solicitada?
—No te hagas la gra