Leonor seguía sosteniéndose de sus padres incluso cuando ya no quedaba más lágrimas para derramar. Era como si su cuerpo hubiera decidido detenerse por completo, obligarla a sentir el dolor que llevaba semanas empujando al fondo de su pecho. El abrazo duró más de lo que cualquiera en aquella sala de espera podía considerar normal, pero no importaba, nada lo hacía. El mundo alrededor ya no tenía forma ni sonido.
Cuando por fin se separó un poco, lo hizo solo lo suficiente para poder respirar. Su mamá le acomodó el cabello detrás de la oreja, gesto que hacía años no le permitía. Su papá le puso la chaqueta sobre los hombros sin preguntarle si tenía frío; simplemente lo hizo, como si hubiera adivinado que aún estaba temblando.
Leonor los miró, devastada, y sintió una punzada de culpa, otra de vergüenza, y un nudo insoportable en la garganta.
—Quiero… —susurró— quiero saber cómo está Clara.
Su voz era apenas audible, como si cada palabra pesara toneladas.
El padre asintió con firmeza