La aldea de Piedra Rota había recibido su nombre por las ruinas del antiguo acueducto que la atravesaba como una serpiente de piedra quebrada, sus arcos derruidos elevándose hacia el cielo como dedos suplicantes de una civilización olvidada. Isabella había cabalgado durante tres días por senderos que ni siquiera aparecían en los mapas más detallados del reino, siguiendo las direcciones que Talia le había susurrado en el oído momentos antes de partir del palacio bajo la cobertura de la noche.
El aroma a humo de leña y pan integral se alzó desde las casas de adobe que se agrupaban alrededor de la plaza central como niños buscando protección en los brazos de su madre. No había palacios aquí, ni torres que se alzaran hacia los cielos como proclamas de grandeza. Solo hogares humildes construidos con las manos curtidas de gente que había aprendido a encontra