El amanecer se filtraba a través de las cortinas de terciopelo como una súplica tímida, pintando las paredes de los aposentos reales con tonos dorados que contrastaban cruelmente con la palidez que había invadido el rostro de Isabella durante las últimas horas. Había permanecido despierta toda la noche, no por los ecos de la multitud que aún resonaban desde la plaza —aunque sus gritos de "¡Falsa reina!" y "¡Traidora!" se habían grabado en su memoria como cicatrices invisibles—, sino por el peso de una decisión que había cristalizado en su mente con la claridad terrible de las verdades inevitables.
La corona de Eldoria descansaba sobre el escritorio de caoba como un recordatorio dorado de todo lo que había perdido. No la había llevado desde la noche anterior, cuando Lord Harrington había irrumpido en la Sala del Consejo con la acusación que ha