El estruendo de la primera explosión sacudió el palacio como si los dioses hubieran decidido golpear la tierra con sus puños. Isabella se encontraba en el Gran Salón de Baile cuando las ventanas estallaron hacia adentro en una lluvia de cristal que reflejó por última vez las máscaras doradas de los invitados antes de convertirse en fragmentos mortales que se clavaron en tapices y columnas de mármol.

El caos fue instantáneo. Los cortesanos, que segundos antes habían estado danzando al ritmo de violines y arpas, ahora corrían como animales aterrados, sus máscaras elaboradas cayendo al suelo para revelar rostros deformados por el pánico. Isabella sintió el instinto de correr, pero algo más profundo —algo que había estado germinando en su interior durante todas estas semanas de transformación— la mantuvo firme.

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