El eco de las botas de cuero contra el mármol resonó a través del pasillo más olvidado del palacio, donde las antorchas colgaban de soportes oxidados y las sombras danzaban como espíritus inquietos. Isabella había seguido las instrucciones de Sebastián al pie de la letra: tres puertas después de la escalera que descendía hacia las mazmorras abandonadas, girar a la izquierda en el corredor donde el retrato de la reina Catalina I observaba con ojos que parecían seguir cada movimiento.
Se detuvo frente a una puerta de roble reforzada con hierro, grabada con símbolos que reconoció vagamente de los libros de historia que había estado estudiando. Su mano tembló ligeramente mientras tocaba la superficie rugosa de la madera. Al otro lado de esta puerta la esperaba alguien que, según Sebastián, había conocido a su padre mejor que ella misma.