Isabella había desarrollado cierta habilidad para distinguir entre los diferentes tipos de silencio que habitaban el palacio. Estaba el silencio expectante de los pasillos principales durante las horas de audiencia, el silencio reconfortante de la biblioteca en las tardes, y el silencio inquietante que precedía a los anuncios importantes. Pero el silencio que la rodeaba ahora, mientras se dirigía a sus aposentos después de una larga tarde en los jardines, era diferente. Era el tipo de silencio que hacía que los cabellos de la nuca se erizaran y que las sombras parecieran moverse cuando no las mirabas directamente.
El pasillo que conducía a sus habitaciones estaba iluminado por antorchas que proyectaban sombras danzantes sobre los tapices que narraban batallas épicas de reyes muertos hacía siglos. Isabella había recorrido este camino docenas de veces, pero esa noche cada paso resonaba con un eco que n