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Valeria

¿Alguna vez sentiste que el mundo entero se reía de ti? No por algo menor como caer con tacones en medio de una fiesta o confundir un nombre. No. Me refiero a la clase de humillación que se transmite en vivo, que se convierte en tendencia en redes, que hace que tu teléfono no deje de vibrar con notificaciones que no quieres ver. Que hace que tu nombre —el que tus padres tanto orgullo sintieron al darte— se vuelva sinónimo de burla nacional.

Así me sentía yo.

Un vestido de novia hecho a medida, manchado no de vino ni de lágrimas, sino de traición. Aún lo llevaba puesto. Me negaba a quitármelo. No porque me aferrara a él… sino porque despojarme del vestido era aceptar por completo que todo había terminado. Y aún no estaba lista para eso.

No me movía del sofá. Estaba hundida en la casa de campo que había pertenecido a mi abuela. Lejos de la ciudad, lejos de los D’Angelo. Mamá insistía en que regresara a casa. Que saliera a dar la cara. “Como una verdadera D’Angelo”, me había dicho.

Una verdadera D’Angelo…

¿Qué significa eso, después de que uno de los nuestros me apuñalara por la espalda?

Leonardo no solo me dejó plantada. Me dejó plantada para irse con Lucía, una de mis supuestas mejores amigas. Esa zorra que me ayudó a elegir el vestido, que lloró cuando le conté que me había comprometido, que juró que “odiaba a los hombres infieles”.

“Me enamoré de ella, Valeria”, me dijo él por mensaje de voz.

No fue un cara a cara. No tuvo los huevos para eso.

Mi celular vibró. Lo ignoré. Vibró de nuevo. Maldije. Lo tomé para apagarlo y entonces lo vi.

Un mensaje nuevo. De un número desconocido.

«Necesitamos hablar. Estoy afuera.»

Fruncí el ceño.

—¿Qué demonios…?

Me levanté a regañadientes y me asomé por la ventana. Un auto negro. Cristales polarizados. Elegante. Excesivamente elegante para un pueblo donde los tractores siguen cruzando por la plaza central.

Y entonces lo vi.

Apoyado contra la puerta del coche, con el mismo aire de arrogancia que siempre había tenido, estaba Adrián Montero.

El enemigo declarado de los D’Angelo.

Mi ex prometido lo odiaba. Mis padres lo odiaban. Yo… no lo conocía. Pero por lo que había escuchado, debía estar al nivel de Satanás con traje de diseñador.

—No puede ser —susurré, más para mí que para nadie.

Abrí la puerta.

—¿Qué haces aquí?

Él se enderezó con esa sonrisa tan odiosa como letal.

—Vaya forma de recibir a un visitante. Y eso que vengo con una propuesta interesante.

—¿Qué parte de “acabo de ser abandonada en el altar” no te quedó clara? No estoy de humor para jugar.

—Precisamente por eso estoy aquí. No vengo a jugar, Valeria. Vengo a ayudarte.

Solté una risa amarga.

—¿A ayudarme? ¿Tú? ¿Adrián Montero, el hombre que ha hecho de arruinar a mi familia un pasatiempo?

Él no se inmutó. Se acercó un paso, como si mi rabia no lo afectara en absoluto.

—Llámalo conveniencia. Llámalo estrategia. Pero no me niegues que te interesa escucharlo.

Lo observé.

Era atractivo, claro. Con ese aire de peligro que no se compra ni se finge. Cabello oscuro, mandíbula marcada, y una mirada que parecía prometer el infierno... y hacerlo tentador. Pero lo que más me perturbaba no era su belleza, sino su seguridad. Como si todo en el mundo estuviera bajo su control, incluso yo.

—Cinco minutos —dije, cruzando los brazos—. Y luego te largas.

—Solo necesito tres.

Entró como si le perteneciera el lugar. Y maldita sea, hasta el aire pareció obedecerle. Se sentó frente a mí, y por un instante me sentí desnuda, no por el vestido, sino por cómo me miraba.

—Mi propuesta es simple: cásate conmigo.

Me quedé en silencio.

Luego solté una carcajada.

—¿Perdiste la cabeza?

—No. Tú eres la que está a punto de perderlo todo. Tu reputación. Tu posición. Tu nombre. No lo digo con burla. Lo digo con hechos.

—¿Y tú vienes a “salvarme”?

—Digamos que tú me sirves para lo que quiero… y yo para lo que tú necesitas.

—¿Y qué es lo que tú quieres?

—Destruir a los D’Angelo.

La frialdad en su voz me heló la piel.

—¿Y tú crees que yo te voy a ayudar a destruir a mi propia familia?

Él se encogió de hombros.

—Tal vez no. Pero tampoco tienes muchas opciones. Estás sola. Estás rota. Y necesitas una salida.

Me levanté de golpe.

—¡Lárgate de mi casa!

Él se levantó también. No se sobresaltó. Solo se acercó, lentamente, hasta quedar frente a mí.

—No es una petición, Valeria. Es una oportunidad. Piensa en eso.

—No me interesa tu oportunidad, ni tu venganza, ni tu maldita sonrisa.

—No tienes que decir que sí ahora. Pero cuando despiertes mañana y veas tu rostro en cada maldito portal de chismes del país, cuando tus padres te presionen para limpiar el nombre de la familia, cuando sientas que te ahogas… entonces me recordarás. Y tal vez, solo tal vez, dejes de odiarme… para comenzar a usarme, como yo a ti.

Se fue sin esperar respuesta.

La puerta se cerró tras él, y yo me quedé allí, temblando.

No de miedo.

De furia.

Y… de algo más.

Porque lo odiaba, sí. Pero también odiaba lo mucho que tenía razón.

Me dejé caer en el sofá. Apagué el celular. Me tapé la cara con las manos.

El vestido seguía sobre mí, como una jaula de encaje.

Cásate conmigo.

No era una broma.

No era una súplica.

Era una maldita declaración de guerra.

Y lo peor era que una parte de mí no dejaba de preguntarse:

¿Y si lo hiciera?

***

Me quité los tacones y caminé descalza por el suelo frío de mármol. Cada paso crujía como si el silencio de la casa se quejara de mi presencia. O quizá era mi conciencia.

“Cásate conmigo.”

Las palabras de Adrián resonaban como un eco venenoso. Una parte de mí quería ignorarlas. Otra… no podía dejar de repetirlas mentalmente, como si intentara encontrar una grieta en su tono para convencerme de que todo había sido un malentendido.

Pero no. No era un juego.

Y yo no era tan inocente como para creer que un hombre como él hace algo sin tener el control absoluto del tablero.

Caminé hasta la cocina. Abrí una botella de vino —la tercera en dos días— y me serví una copa hasta el borde. Bebí de un trago.

—Estás perdiendo el juicio —murmuré, pero no supe si hablaba de él… o de mí misma.

La televisión seguía encendida en la sala. No me había dado cuenta. En la pantalla, mi rostro congelado en el altar, la lágrima solitaria que se me escapó justo cuando supe que Leonardo no vendría.

“Valeria D’Angelo, abandonada el día de su boda. Fuentes aseguran que su prometido escapó con otra mujer de la alta sociedad. El escándalo ya recorre medios internacionales.”

Apagué la pantalla con tanta fuerza que el control remoto salió volando.

—¡Basta!

Me abracé el cuerpo. De pronto sentí frío, pero no venía del clima. Era ese frío que te deja la humillación cuando ya no puedes defenderte, cuando todos han visto demasiado.

Adrián sabía exactamente cómo encontrarme. Cómo leerme. Cómo tocar la herida aún abierta sin ensuciarse las manos.

Y maldita sea… eso me aterraba tanto como me fascinaba.

Me dirigí a la habitación del fondo. Abrí el armario y saqué una maleta. La empecé a llenar sin pensar demasiado: unos pantalones, ropa interior, una blusa negra. Iba a volver a casa. No porque quisiera. Sino porque necesitaba respuestas. Porque si había una mínima posibilidad de que Adrián tuviera razón… debía saberlo por mí misma.

Mi celular vibró de nuevo. Lo tomé con fastidio.

Mensaje de Adrián:
“Cuando estés lista para dejar de arrastrarte entre las ruinas, ven a buscarme. Yo no te ofrezco amor, Valeria. Te ofrezco poder.”

Fruncí el ceño.

El muy bastardo sabía perfectamente qué decir.

Tiré el teléfono sobre la cama, pero sus palabras se clavaron en mi mente como un anzuelo.

No amor.

Poder.

La idea me sacudió.

Durante toda mi vida me habían preparado para ser una esposa ejemplar. Para sonreír sin rechistar. Para complacer. Para sostener el apellido, no cargarlo.

Y cuando lo hice… cuando me porté como esperaban de mí… me dejaron tirada como una muñeca rota.

¿Y si aceptaba?

¿Y si, por una vez, dejaba de seguir las reglas del juego… para comenzar a escribir las mías?

Caminé hasta el espejo del tocador. Me miré.

Los ojos aún hinchados. El maquillaje corrido. El vestido, arrugado, sucio, manchado de decepción.

Pero había algo más ahí. Algo nuevo. Feroz. Oscuro.

Una chispa.

Una que ni Leonardo, ni Lucía, ni mi familia habían visto jamás.

Yo tampoco.

Toqué mi reflejo con la yema de los dedos.

—¿Qué pasaría si lo hicieras…?

La respuesta no llegó. Pero la pregunta ya se había instalado como una sombra detrás de mis pensamientos.

Salí al jardín con la copa de vino aún en la mano. La noche estaba húmeda, casi pegajosa. El viento soplaba con una indiferencia que dolía. Pero había estrellas. Y eso me hacía sentir menos sola. Como si el universo aún no me hubiera olvidado del todo.

Me senté en el columpio que mi abuelo había colgado para mí cuando tenía seis años. Me aferré a las cadenas como si pudieran sostenerme a mí también, y no solo a la madera bajo mi cuerpo.

Cerré los ojos.

Y entonces, lo vi.

Adrián.

No el hombre que se había plantado frente a mí con una propuesta retorcida, sino el otro. El que no mostraba. El que vi por una milésima de segundo cuando me habló de los D’Angelo.

Había rabia en su voz. Pero también… dolor.

No lo dijo.

Pero yo lo sentí.

Y ese dolor me recordó al mío.

¿Podía confiar en él?

Por supuesto que no.

¿Podía usarlo?

Tal vez.

Y si él también me usaba a mí… ¿realmente tenía algo más que perder?

Las cadenas crujieron. Me balanceé suavemente, como si el movimiento pudiera aclarar mis ideas.

Quería decir que no.

Quería ser la mujer fuerte, inquebrantable, digna.

Pero estaba rota. Dolida. Sucia de tanta traición que no me reconocía.

Y él lo sabía.

Quizá por eso me eligió.

Pero también por eso… quizá no fuera tan absurdo decir que sí.

Tal vez, por una vez en mi vida, la villana de esta historia debía ser yo.

Me levanté del columpio. Me alisé el vestido como si eso pudiera recomponerlo. Caminé hacia la casa con pasos decididos, aunque por dentro temblaba.

Cuando entré, mi celular seguía en la cama, como si esperara mi respuesta.

Lo tomé.

Miré el mensaje una vez más.

“Yo no te ofrezco amor, Valeria. Te ofrezco poder.”

Mis dedos se movieron solos.

Mi respuesta:

“¿Dónde y cuándo?”

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