aún se niega a aceptar. Aprieta los puños con fuerza, deseando con cada célula de su cuerpo haber encontrado algo, cualquier cosa, con lo que defenderse. Una barra, un cuchillo, una maldita piedra. Pero no hay nada. Solo paredes y sombras.
–¡Úrsula! –escupe su nombre como si le doliera decirlo. Sus ojos, abiertos por el pánico, se clavan en los de la mujer. –¿Qué es este lugar? ¿Por qué me trajeron aquí? ¿Qué demonios estás haciendo?
Úrsula ladea la cabeza con fingida ternura, como si le hablara a una niña confundida que acaba de hacer una pregunta ingenua. Pero su sonrisa no llega a sus ojos.
–Yo no te traje aquí, cariño. No del todo. Tú llegaste sola… o mejor dicho, te arrastró tu ambición. Tu maldito deseo de saber más de lo que te correspondía. Siempre tan curiosa, tan dispuesta a meterte donde no te llaman. ¿Nunca te enseñaron que la curiosidad mató al gato?
Ríe. Una risa hueca, cruel, que no nace del estómago sino del vacío más oscuro de su alma. Amara se estremece. Hay algo pro