Amara se toma un momento para respirar profundamente, su pecho agitado por las emociones que la arrastran sin piedad. Las lágrimas caen, pesadas como piedras, y sus manos tiemblan ligeramente. Liam observa, con una mezcla de preocupación y compasión, mientras ella trata de calmarse. Finalmente, toma un vaso de agua, lo sostiene con firmeza en las manos, y lo acerca a ella con un gesto lleno de cuidado.–Amara, toma un poco de agua – le dice con suavidad, mientras los ojos de Liam reflejan una ternura que atraviesan la angustia de la joven. –Te hará mal seguir llorando tanto sin hidratarte. Sé que es difícil, pero por favor, intenta calmarte un poco, por tu bien.Ella lo mira fijamente, con los ojos empañados en lágrimas que parecen no cesar. El temblor en sus labios es casi imperceptible, pero suficiente para que Liam lo note. Ella no toma el vaso de inmediato, sus dedos se aferran al borde de la silla como si fuera lo único que la mantiene anclada a la realidad.–No puedo, Liam…
Amara entreabre los labios, dispuesta a hablar, pero antes de que pueda pronunciar palabra, un médico de semblante serio se aproxima con rapidez. Sus facciones, endurecidas por el peso de incontables horas de trabajo, reflejan agotamiento. Pero sus ojos mantienen una compostura inquebrantable —Buenas noches—Su voz es grave, pausada, como si cada palabra pesara más de lo que debería. Cierra con un gesto mecánico la carpeta que sostiene entre las manos y, al alzar la vista, su mirada se detiene en Sophie. Por un instante, su expresión cambia sutilmente. La observa, quizá un segundo más de lo necesario, y sus labios se entreabren con un deje de sorpresa apenas perceptible. —Oh… hola. —Su tono es diferente ahora, más suave. Sophie, acostumbrada a este tipo de reacciones, le devuelve una sonrisa breve pero encantadora. —Hola. Pero Amara no está para juegos ni silencios incómodos. Con el pecho oprimido por la angustia, interrumpe la burbuja que se formó entre ellos. —Doctor, ¿hay
Quince minutos después, la puerta se abre de golpe sin previo aviso. La figura de Úrsula irrumpe en la habitación como una sombra inoportuna. Su presencia lo inunda todo con una energía fría y desafiante. –La enfermera dice que solo una persona puede quedarse –declara con voz firme mientras camina con seguridad hasta el sillón, dejándose caer en él con una naturalidad irritante. –Y seré yo. Amara parpadea, desconcertada. La incredulidad pronto se transforma en furia. Se pone de pie de golpe, como si su cuerpo reaccionara antes que su mente. –¿Quién te crees que eres para tomar esa decisión? –Su voz vibra de indignación. –Tú no serás quien se quede. Úrsula entrecierra los ojos, su expresión se torna desafiante y una media sonrisa se dibuja en su rostro, condescendiente y venenosa. –¿En serio quieres que tu padre escuche que estás echando a su futura esposa de su habitación? –La pregunta no es inocente, es un dardo directo, calculado para hacerla dudar. –Amara, no te estoy p
El cuarto del hospital está impregnado de un silencio denso, casi sofocante. Cada rincón parece estar dominado por la quietud, como si el aire mismo se hubiera detenido. El único sonido que se escucha es el pitido constante del monitor cardíaco, un eco frío de la vida que aún se aferra a ese cuerpo inerte. La máquina emite su sonido monótono, inclemente. Un recordatorio cruel de que la vida, por un capricho del destino, aún no ha decidido rendirse. El aire tiene ese olor penetrante y estéril de los hospitales, ese olor a antiséptico que se clava en las fosas nasales y deja un regusto de desesperanza en la lengua. Úrsula se detiene en la puerta, sintiendo el peso del momento sobre sus hombros. No quiere estar ahí. Cada fibra de su ser lo grita, pero no tiene más opción que continuar. No quiere verlo, ni siquiera quiere respirar el mismo aire que él. Cada segundo que pasa junto a su cuerpo, le recuerda la tortura que ha sido compartir su vida con un hombre como él. Pero tiene un pla
Cristóbal no había pegado un ojo en toda la noche. Caminó de un lado al otro de su casa como un león enjaulado, con los pensamientos enredados y el pecho ardiendo. No podía comprender qué había hecho mal. ¿Por qué Amara lo había tratado así, con esa mezcla de decepción y distancia? Cada escena del día anterior se repetía en su mente como una película maldita que no podía dejar de verCon los primeros rayos del sol que se asoman por la ventana, se coloca la primera camisa que encuentra, agarra las llaves, no lo piensa por un segundo más, se sube a su carro y pisa el acelerador como si el asfalto pudiera darle respuestas. El motor de su coche ruge con fuerza mientras lo conduce con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Necesita respuestas. Las necesita de ella y aunque sabe que no es su lugar, sabe que quizás no es bienvenido, pero necesita verla y poder entenderla. Al llegar a la enorme casa de Amara, su corazón golpea con fuerza en el pecho. Baja del auto sin apagarlo
–¿Por qué no me lo dijiste maldita sea? ¡Por qué! –ruge él, acercándose más, apenas a centímetros de su rostro. –¿Por qué aceptaste ser mi novia si no me amas?, ¿Por qué me sigues mintiendo?. No te escondas detrás de esa máscara de hielo.–Cinco minutos –dice Amara, bajando la voz mientras se limpia una lágrima rebelde. –Te veré en la oficina, pero si vuelves a hablarme con ese desprecio… te juro que no sé de lo que soy capaz.Cristóbal no da crédito a lo que acaba de escuchar. Su respiración se agita y sus ojos, cargados de rabia y desilusión, se clavan en los de Amara. –¿Capaz de qué? –ruge Cristóbal, con la voz quebrada entre furia y desilusión. –¿De humillarme como tú ya lo has hecho?, ¿De pelear por alguien que ya decidió darme la espalda?, ¿De seguir fingiendo que somos algo más que este maldito teatro que tú armaste?, ¿De seguir siendo tu sombra… mientras eliges a otro hombre antes que a mí? ¿A mí, Amara? ¿El que se supone que es tu novio?–Su tono es ácido, pero detrás hay un
Una semana ha pasado, y para amara el silencio del hospital ya no le resulta ajeno. Es como una segunda piel que se le ha adherido al cuerpo desde que su padre cayó en coma. El pitido del monitor se volvió un metrónomo cruel que marca la vida… y también la incertidumbre.Amara esta sentada al lado de la camilla, con los codos apoyados en las rodillas, las manos enlazadas y la mirada perdida en algún punto del vacío. Sus ojos están hinchados de tanto llorar, pero las lágrimas siguen cayendo, tercas, incontrolables, como si su alma hubiera decidido desbordarse por los ojos.–Papá… –susurra, con la voz hecha pedazos. – No sé si puedes oírme, pero… si hay una parte tuya todavía ahí… por favor, vuelve. Te necesito. Te necesito más que nunca.Su voz se quiebra. La garganta le arde. Se limpia con torpeza las lágrimas de las mejillas, aunque enseguida otras las reemplazan. –No puedo más con todo esto… con Úrsula, con sus juegos, con el miedo de perderte. Siento que me estoy quedando so
Los minutos se arrastran como siglos en la sala de espera. Amara camina de un lado al otro, con las manos temblorosas, con el corazón hecho un puño y la mente repitiendo las palabras de todos los médicos que, hasta ahora, no le han dado respuestas. Solo teorías, suposiciones y silencios.Hasta que, de repente, las puertas dobles del pasillo se abren con un chirrido que hace que todos se giren al unísono. Un médico de mediana edad, de rostro severo y bata desordenada, avanza hacia ellos con paso firme. Lleva el expediente bajo el brazo, pero su mirada está fija en Amara. –Señorita Laveau… –dice con voz grave.Antes de que pueda continuar, Úrsula irrumpe en la escena como un relámpago. La desesperación brilla en sus ojos pintados con precisión quirúrgica, pero ni el maquillaje logra disimular el temblor en sus labios. –¿Qué pasó? –espeta, interrumpiendo sin pudor. –¿Mi marido está bien? ¡Dígame ahora mismo!El médico parpadea, visiblemente irritado, pero se contiene y Amara aprieta l