La noche en el hospital de Carlota parece una de esas que nunca terminan. El pasillo está casi vacío, las luces blancas parpadean de vez en cuando y el sonido constante de las máquinas crea un murmullo mecánico que, para cualquiera, sería tranquilizador, pero para ella es solo un recordatorio de que ha estado demasiado cerca de la muerte y que hay gente afuera que no se conforma con haber fallado una sola vez.
Carlota duerme de costado, o al menos eso intenta. Sigue conectada a una vía, tiene el costado vendado y una cicatriz reciente que todavía late por debajo de la piel. El médico le dijo que debía descansar, que lo peor había pasado, que los pedazos de la bomba no habían tocado órganos vitales y que, con el tiempo, iba a volver a estar como antes. Ella asintió, pero en su cabeza solo había un pensamiento: mientras yo esté en esta cama, Amara está expuesta.
Alguna parte de su entrenamiento militar nunca se desactivó realmente, ni siquiera cuando cambió el uniforme por trajes, of