El reloj del despacho marca las tres de la madrugada. En la casona de los Laveau, solo el eco de los relámpagos rompe el silencio. Carlos está sentado frente a su escritorio, con la cabeza hundida entre las manos, y el vaso de whisky intacto desde hace horas. Ya no bebe. Ya no duerme. Solo piensa.
El rostro de Úrsula, temblando de ira horas atrás, le ronda como un espectro. Las palabras de Liam, sus advertencias envueltas en medias verdades, también.
–¡Carajo!, Todos fingen, todos ocultan algo, se repite como un mantra. ¿Y si no puedo confiar en nadie… qué me queda?
Con un movimiento brusco, se incorpora y abre un cajón del escritorio. Saca un antiguo celular, uno que no ha usado en años. Marca un número de memoria, uno que solo está reservado para emergencias que no pueden dejar rastro.
Carlos siempre se ha caracterizado por hacer sus cosas sin importarle a quien puede afectar, siempre ha tenido a gente que ensucie sus manos por el y está va a ser una de esas ocasiones en la qu