La lluvia ha cesado hace horas, pero el frío en la cabaña parece haberse congelado en los muros. Dentro, hay una sola lámpara colgante chisporrotea, lanzando destellos intermitentes sobre las sombras retorcidas de los presentes. Amara está arrodillada, temblando, con la cara amoratada y los labios partidos. Su respiración es un susurro entrecortado. Las cuerdas que le atan las muñecas están teñidas de sangre seca.
–¿Estás segura de que vendrá esta noche? –pregunta Úrsula con voz ronca, mirando por la ventana cubierta de barro. Kate fuma con los labios fruncidos, la pistola colgando de su cinturón como una amenaza latente.
Frente a ella, Kate, enfundada en guantes de cuero negro y con la mirada tan vacía como el hueco de una tumba, sostiene el celular con firmeza. Sus dedos no tiemblan. Sus ojos tampoco. Mira al fuego que chisporrotea en la vieja estufa, como si observara una escena hipnótica solo visible para ella.
—Llega en veinte minutos —informa con voz baja, sin emoción, como