La noche cae con una densidad extraña, como si el cielo mismo se negara a mirar lo que está a punto de ocurrir. Sobre el descampado, el viento raspa los pastizales secos con un sonido bronco, un arrastre continuo que parece un quejido. En medio de ese paisaje áspero, iluminado apenas por los faros de una camioneta vieja con las puertas abiertas, Kate camina en círculos con un cigarrillo entre los dedos. Sus pasos son cortos e intranquilos, la ansiedad la delata incluso en su manera de respirar.
Está eufórica. Completamente tomada por una mezcla de adrenalina, triunfo y algo más peligroso: la convicción absoluta de que acaba de ganar.
–Por fin –dice mientras exhala una columna de humo hacia el cielo oscuro. – Por fin la saqué del juego. Amara Laveau… muerta. –Se le escapa una risa temblorosa, casi un sollozo invertido. – Dios… cuánto tardó todo esto. Cuántos meses desperdiciados esperando este momento.
Su risa se vuelve más fuerte. Aguda. Descontrolada. Casi histérica. Su sombra se