Carlos entra a su oficina con el ceño fruncido y los hombros tensos por la frustración que lo consume. Se deja caer en su silla de cuero y, sin darse cuenta, su puño impacta con fuerza contra el escritorio. El sonido seco retumba en la habitación, haciendo que Úrsula, quien acaba de entrar, se sobresalte.
–Maldita sea… –gruñe, llevándose una mano a la sien, mientras su mente no deja de dar vueltas.
Úrsula lo observa con atención. Lo conoce bien, y cuando Carlos se enfurece, es peligroso, por eso se acerca a él con cautela, sin perder su sonrisa calculada.
–Mi hija no va a permitir que rechace su matrimonio con ese sinvergüenza –escupe con rabia, mientras sus dedos tamborilean contra la madera del escritorio y su mandíbula se tensa, –Hará todo lo que esté en sus manos para lograrlo… – murmura entre dientes, con una mezcla de preocupación y resentimiento tiñendo su voz.
Úrsula decide que es el momento de intervenir. Se desliza hasta él con una elegancia felina y se sienta en su