–Amara –murmura Cristóbal, en un tono que ya no pertenece al mundo laboral, sino al personal, al íntimo, al que nunca debió volver a pronunciar. – ¿Qué pasa?
Ella intenta hablar, pero el aire le traiciona. Se sienta, sosteniéndose al borde de la silla. –Solo… un mareo –susurra. – Va a pasar.
Cristóbal no lo duda. Corre, sirve agua, sus manos tiemblan aunque intenta ocultarlo. –Bebe. Despacio. Voy a llamar a un médico.
Amara agita la cabeza, respirando con dificultad. –No. No es necesario.
–Sí lo es –su tono firme, casi suplicante. – No voy a quedarme quieto mientras te desmayás delante de mí. No otra vez.
Ella levanta la mirada. Sus ojos buscan los de él. No para pedir ayuda, sino para decir una verdad que pesa más que la tela más pesada del atelier.
–Cristóbal… –su voz es apenas un hilo. –Estoy embarazada.
Silencio.
Él parpadea. Una vez. Otra. El mundo parece contraerse. Como si todas las luces, los sonidos, las máquinas, se suspendieran en un instante imposible.
Y entonces sonríe.