Tres meses después, la casa en Vieux-Pays de Goussainville ya no huele a abandono sino a café, a pan recalentado, a perfume barato de supermercado y a cansancio compartido, pero también se siente estrecha, cargada, como si las paredes se estuvieran cerrando lentamente sobre ellos, no por peligro externo, sino por algo más cotidiano y corrosivo: la sensación de no avanzar, de estar detenidos en una especie de limbo que los asfixia.
Sophie deja los platos en la pileta con un golpe un poco más fuerte de lo necesario, se seca las manos con un repasador y se queda unos segundos mirando por la ventana, contemplando el pueblo tranquilo con sus calles casi vacías, el pequeño mercado, el café donde siempre ve a las mismas personas sentadas a la misma hora, y exhala un suspiro lleno de frustración. –No puedo más –dice al fin, sin girarse.
Cristóbal, que está sentado a la mesa revisando por enésima vez las cuentas que Liam dejó anotadas en una libreta, costos de comida, combustible, medicación,